Entras en tu circulo el día en que naces. Un círculo del que ya no podrás salir hasta el día de tu muerte. Miles de círculos, rodeando a miles de habitantes de miles de comunidades de miles de países de un solo mundo. Esta figura nos envuelve cada día, nos despierta por las mañanas y nos arropa por las noches. El mío tiene runas escritas por todo su perímetro, algunas puntas estrelladas y un toque místico. Sin embargo, un círculo no se mide por su tamaño, ni por su forma ni color. Se valora por la cantidad de luz que emite.
Cada circulo tiene la capacidad de albergar velas. En un mundo sumergido en la oscuridad, cada uno de nosotros necesita un mínimo de luz para no sumirnos en ella. Estas velas se van clavando poco a poco, sin darte cuenta siquiera, y paulatinamente va creciendo una llama en su parte superior. A lo largo de tu vida, vas sumando velas y velas, de las cuales algunas son efímeras, y otras duran para siempre. Todas y cada una aportan su rayito de luz, por pequeño que sea, hasta que se consumen. Tienen tamaños y apariencias muy distintas; la cera que menos te esperas puede acabar convirtiéndose en una de tus velas, que te alumbre durante un cierto tiempo. Las más comunes se llaman Dios, Papá, Mamá, Fútbol, Música, etc. Pero las más numerosas tienen nombre y apellidos. Normalmente, cuando aparece una de estas, también aparece otra en el círculo de la persona que te la ha encendido. La cantidad y la durabilidad de la luz aportada depende ya de otros factores.
El caso es que todos brillamos por cada una de estas velas. Si no fuera por ellas, no seríamos nada, simplemente almas vacías vagando por un mundo oscuro y desamparado llamado vida. Por eso, cuida cada una de ellas, y no dejes que se apaguen así como así. Recuerda que tú eres tú por las velas que te rodean. Ellas son las que te evitan la muerte, y dan sentido a tu vida. Ahora es responsabilidad de cada uno decidir qué velas quiere encender, y cuales deja morir.
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